lunes, 11 de marzo de 2019

MAPAMUNDI (de la cultura minera y la fotografía)


Hubo un comienzo de la cultura minera allá por el siglo XIX con los chamizos y la posterior llegada de la Duro Felguera a la cuenca del Nalón, permitiendo el desarrollo de una industria basada en el arranque del carbón de las entrañas de la tierra. La mina Les Etelvines, en la Güeria de Carrocera, simboliza esos primeros momentos, mientras que el reciente cierre del pozo Carrio, en Laviana, marca el final de una historia de 150 años en la que la economía mixta, con la mina, la huerta y la vaca por el medio, permitieron asentar población y atraer mano de obra foránea, sobre todo desde el nordeste, el oeste y el sur ibérico, aunque también de la vecina provincia de León, con la que Asturias comparte no solo una parte de su historia sino también el subsuelo de árboles asesinados hechos luego carbón con el paso del tiempo. 
Muchos somos hijos y nietos de esas migraciones provocadas por el hambre y las represiones de todo pasto. Mi abuelo paterno, Manuel Marcos, portugués del norte, llegó a trabajar al ferrocarril con el que se pretendía llevar el carbón desde la cuenca del Nalón, a través del valle de la Güeria, Bimenes y Lieres hasta el puerto de Gijón. Mi abuela materna, Julia Calzado, llegaría igualmente en los años cuarenta desde Extremadura con muchos de sus hijos, mi madre entre ellos, dejando atrás la miseria y el hambre. Soy por tanto como otros, hijo de la diáspora, de la migración y del mestizaje. 
En esa historia de siglo y medio de la cultura minera, algunos fotógrafos dejaron marcada su impronta, a veces buscando el realismo y la modernidad, pero también muchas otras la supervivencia. El más conocido hoy es Valentín Vega, a quien no supimos reconocer en vida ni su potente creatividad ni tampoco que era el fiel reflejo de una historia compartida y plagada de compromiso social; también a Mario Pascual, referente indiscutible de la intelectualidad artística que luchó contra la dictadura franquista; y a Eladio Begega, que retrató con extrema sencillez y belleza las diversas formas de trabajar del campesinado y sus costumbres más arraigadas; sin olvidar a otros como Ortega, más cercano al fotoperiodismo, o al gran Cavite, un todoterreno inclasificable pero de una dignidad y compromiso evidentes. 
Y ahora, cerrando ese ciclo, llega esta exposición de Roberto Pato con la que intenta hacer resumen de una historia plagada de colores: la negritud incontrolada, los rojos de ira, los verdes de llanto o los azules del cobalto.  Los destellos que sobresalen en sus fotografías, a veces entre la neblina que baja rauda desde las montañas que dan forma a esta cuenca del Nalón, otras subsumidas entre los humos y el vapor, van recreando un mosaico de imágenes con puertas derruidas, castilletes de mina desvaídos, chimeneas con rayonazos que remiten a jeringas cargadas de ilusiones vanas, entre ellas el money money, ya fuese con escuelas de negocios imposibles o modas de ida y vuelta. Pero sobre todo graffitis de atraganto que nos muestran las luchas fracasadas mediante símbolos como Octubre de 1934, en el que los mineros asturianos salieron de las entrañas de la tierra para asaltar los cielos, como nos recordó el premio Nobel Albert Camus, o un desvaído Gernika de Pablo Picasso,  mientras coches de alta gama ocultaban los gritos solidarios de los muros. Y como tótem el martillo del picador minero hecho escultura, el arma de arranque del carbón como símbolo épico y ético congelado.
De alguna manera, Pato recupera la vieja forma de entender el oficio fotográfico a través de arquitecturas en las que está ausente una exhibición del individuo que pueda robarle a la imagen un buen pedazo del espíritu que busca y consigue aprehender. Muestra así el autor una derrota solemne, los restos de un naufragio, pero apoyándose en el concepto de esa “veracidad” de la fotografía que para Susan Sontag era la mejor forma de combatir la ignorancia y desenmascarar la hipocresía. Al fin y al cabo, viene a decirnos Pato, la cámara puede llegar a ser el alma ideal de la conciencia colectiva, puesto que al atrapar momentos y congelarlos, la fotografía, todas las fotografías, nos muestran la despiadada disolución del tiempo, registrando todo aquello que está desapareciendo, ya sea el París de Brassai, el New York de Winogrand o las inalterables huellas callejeras de Robert Frank.
Y el final es Blade Runner. A través de una sola foto el autor simboliza toda la exposición remitiéndonos así a la película rodada en 1982 y en la que Ridley Scott cuenta una historia entonces futurista que transcurría en el año 2019, es decir, en el aquí y ahora de la cuenca del Nalón, pero trascendiendo más allá de lo aparente. Y precisamente en esa conjunción, esta muestra fotográfica y la ficción posmoderna del cine como hito visual, comienza el debate propuesto por Roberto Pato: La cuenca duele.

NOTA.- La exposición fotográfica de Roberto Pato puede verse en El Centro de Creación Escénica "Carlos Álvarez Novoa", en la calle Pintado Fe, número 11. Langreo (Asturias)




2 comentarios:

  1. Muy recomendable exposición, que alguien calificó muy acertadamente como la "imagen de la Cuenca que se ve desde el autobús de línea" ...

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    1. Sería desde "El Carbonero", santo y seña durante años de nuestro vivir.

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