miércoles, 6 de julio de 2022

 COSAS DE FAMILIA 


RAFFAELLA CARRÁ,

UN AÑO  

DESPUÉS




 

Por PEDRO ALBERTO MARCOS


Raffaella María Roberta Pelloni, de nombre  artístico Raffaella Carrà, con apellido que adoptó en memoria del que fue uno de los pintores y escultores italianos más importantes del siglo XX, Carlo Carrà, falleció en 2021 a los 78 años y ocurrió entonces que durante unas horas e incluso días todo fue un torbellino de recuerdos en torno a su nombre que, más allá de la posible nostalgia, bien puede decirse que hicieron más agradables las vidas de muchas personas. Era una estrella del espectáculo que cantaba, bailaba, hacía entrevistas, dirigía concursos, y que caía muy bien a millones de españoles, italianos, griegos, sudamericanos, etc, aunque antes de seguir he de confesarles un secreto: en nuestra familia, a Raffaella la conocíamos simplemente como Rafaela, sin tanta efe y ele, pues el nivel de confianza con el que hablábamos de sus historias no admitía límites. Es verdad que a tenor de lo que pudo leerse, verse y escucharse tras su muerte el 5 de julio de 2021, esa confianza era ampliamente compartida por muchas otras familias, pero permítanme que defienda como se merece la singularidad del vínculo que unía a la nuestra, a los Marcos Lucas, y muy especialmente a mi madre, Bea, con una mujer tan guapa, simpática y elegante como “nuestra Rafaela”

Tal como reconocen ahora hasta los más irreductibles, esta italiana nacida en Bolonia nos ayudó desde su libertad, no solo a comprender que la vida merece afrontarse con alegría, sino también a aceptar qué significaban cuestiones como la liberación sexual, el amor libre, el adulterio, la homosexualidad masculina, la masturbación femenina, y -¡oh dioses del Olimpo!- aquella bendita clase obrera que Raffaella reivindicaba con las palabras y con su voto de izquierdas al comunismo de Enrico Berlinguer en la Italia de finales del siglo XX, pese a ser plenamente consciente de que los herederos de la famélica legión posiblemente no llegarían nunca a alcanzar el paraíso. 

¿En qué momento, cómo y porqué entró Raffaella en nuestra casa, la de los Marcos Lucas, convirtiéndose en esa persona cercana y familiar, que ha estado acompañándonos en todo momento, incluso ahora, que se cumplen doce meses de su muerte?  Situémonos 31 años atrás, al principio de la década de los 90, cuando aún las televisiones privadas daban los primeros balbuceos en nuestro país y TVE era La Primera, no solo por el nombre sino en la realidad de las audiencias. La Raffaella Carrá artista había llegado por entonces a nuestro país huyendo de la tontuna reaccionaria del Vaticano que con Juan Pablo II alcanzaría todo su esplendor en la década de los 80 (1). Su aparición en la RAI, la cadena de televisión pública italiana, mostrando mientras cantaba y bailaba el ombligo, había provocado la irritación de la curia, así que decidió largarse de allí y disfrutar de una España que aún estaba dejando atrás la dictadura, pero que era ya mucho más abierta y liberal en las costumbres de lo que sus propios beneficiarios reconocían. 




¡HOLA RAFFAELLA!

La cantante italiana triunfó plenamente aquí gracias a sus programas en TVE, alcanzando el cenit con “La hora de Raffaella”, en el que además de realizar entrevistas marcaba un número de teléfono al azar y la persona que recibía la llamada en su casa tenía que contestar “Hola, Rafaela”, llevándose así un importante premio en metálico. Llegados a este punto, les dibujo la siguiente escena:

Asturias, territorio bordeado por el Atlántico norte.  21,30 horas. Temperatura de ambiente agradable, aunque aquella tarde el nordeste se había dejado notar. Vivienda de alquiler en la calle Uría, en Gijón. Llego del trabajo y como Ana aún no había regresado de sus asuntos me dispongo a hacer la cena, si bien antes y por costumbre inveterada enciendo el televisor del que solo puedo escuchar el sonido pues la cocina me obliga a estar de espaldas a la pantalla. Mientras estoy en la tarea y comienza el programa de Raffaella Carrà -como aun no había confianza con la italiana mantengo su nombre artístico-, al tiempo que me entretengo pensando que mañana por fin llegará el fin de semana para ir a pescar al pedreru. Tontunas de periodista ocioso, me dijeron una vez. En esas estaba cuando escucho a Raffaella anunciar su concurso de llamada telefónica. ¿Harán trampa? Siempre comentamos esas cosas en la tertulia del bar, pero ahora prefiero centrarme en batir los huevos para la tortilla de patatas. De pronto, como si algo extraño hubiese invadido el piso, creo entender que Raffaela acaba de anunciar que “Nos vamos a la casa de la familia Marcos Castro… en Asturias”. Me vuelvo incrédulo hacia el televisor y durante unos segundos dudo si habré entendido bien: familia Marcos Castro. ¡Hostia! Marcos Castro solo conocía a tres: mis tíos Senén y Juan y su hermano que era mi padre, Emilio, ya fallecido por entonces, pero que seguía figurando en el listín telefónico. Mientras se escuchaba el riiiiiing, riiiiiing de la llamada Raffaella repite los apellidos y añade: “Vamos a ver si alguien contesta de la familia Marcos Castro de… (duda mientras lee en la tarjeta)… de El Entrego”. Aparto la sartén con las patatas y la cebolla y me siento frente al televisor. Vuelve a oírse la llamada, posiblemente era ya la última vez, pero por fin alguien descuelga el teléfono:

- ¿Quién ye…?- 

¡Ay dios! La voz me resultaba totalmente reconocible. Bea, mi madre, aunque de origen extremeño llevaba viviendo en Asturias desde los 21 años y hablaba ya como cualquier nativa de la cuenca minera, versión güeriata. Hay unos segundos de suspense que se me hacen eternos hasta que la cámara vuelve a mostrar un primer plano de Raffaella:

    - ¡Ooooh, qué pena para la casa de la familia Marcos Castro de… (duda otra vez)… de El Entrego. No ha contestado ¡Hola Raffaella! Y ha perdido su premio que era de ¡50.000 pesetas!... Ooooh!-

Trago saliva porque no acabo de creerme lo que estoy viendo y oyendo. ¿De verdad era mi madre? ¿Había llamado Raffaella, la del concurso de la tele, a nuestra casa familiar? Pero pronto se disiparán todas las dudas con la conversación que siguió. Habla Bea, con tono compungido como tratando de recuperarse del golpe.

    - ¡Ay Rafaela, fía, ye que tengo la Primera estropiá y claro, estaba viendo la segunda cadena… ¿cómo iba yo a saber que yeres tú, muyer?-

    - ¡Ooooh!... Cuanto lo siento señora de la familia Marcos…, ha perdido usted ¡50.000 pesetas!-

    - Mira Rafaela, escucha, si yo siempre siempre te veo, fía, porque gústame mucho el tu programa y tamién como cantes y eso. Pero no sé, algo pasó porque ya te digo, estropiose la Primera y nun pude contestate, muyer…, yo que sabía-



Soy incapaz de recordar cuanto tiempo pasé sentado frente al televisor cuya pantalla ya era solo sombras. Todo parecía una especie de sueño incomprensible e inaudito. ¿Entre tantos millones de teléfonos de toda España habían elegido el de mi madre? Y encima cuando la llaman no sabe que es el concurso porque La Primera cadena está estropeada y en la Güeria ese días tenían que conformarse con La 2. Qué desastre. Cuando por fin Ana llegó a casa aún no me había recuperado del impacto y se asustó.

    - ¿Pero qué te pasa?-

Ella asegura que cuando entró en nuestro piso me encontró sentado, inmóvil, pálido, con el rodillo de la cocina sobre el hombro y que simplemente apuntaba con la mano al televisor repitiendo monocorde “Mi madre… Raffaella…Mi madre…Raffaela” Y que luego volviéndome hacia ella le solté una sentencia lapidaria: “No te vas a creer lo que acaba de pasar”. Pero no sé si será cierto porque aquellos momentos acabaron sumidos en una nebulosa. 

Como era un tiempo sin teléfonos móviles y aún no teníamos uno fijo en el piso, decidimos bajar a la cabina más próxima para llamar a Bea y tratar de animarla. Más de una hora después de la catástrofe su teléfono seguía comunicando, aunque ya estábamos seguros de una cosa, que no era  Raffaella quien la estaba llamando. La espera  en la cabina fue un calvario y cuando por fin conseguimos hablar con ella comprendimos que mi madre estaba completamente desolada: las vecinas, la familia de Madrid, la de Gijón, las amigas, todo el mundo era consciente de lo ocurrido y no hacían otra cosa que llamar por teléfono para darle ánimos. Cuando por fin conseguimos hablar con ella Ana trató de desviar la cuestión diciéndole:

       -  Venga, Bea, mañana es viernes, así que compra el cupón de los ciegos que seguro que te toca y te olvidas de lo que pasó hoy con el concurso.

Nunca debió darle ese consejo. Nunca. El panadero que subía todos los días con una furgoneta vendía el pan, sí, pero también lotería, el cupón de los viernes y lo que se terciase; lamentablemente, como mi madre aún no se había recuperado del golpe de la noche anterior ni siquiera bajó aquel viernes a comprar el pan: no quería encontrarse con las vecinas y repetir los lamentos que la habían dejado en vela toda la noche. Así que se quedó sin pan y sin el cupón de los ciegos. Y resulta ¡que tocó!, que el cuponazo regó de dinero aquel viernes al pueblo de El Entrego y al pequeño valle de La Güeria de Carrocera. Cuando Bea conoció la noticia su abatimiento fue total y absoluto. ¡El jueves la inesperada llamada de Raffaella y el viernes por el cupón de los ciegos que pasó volando!

De aquellos días tan desgraciados solo quedó una certeza: la historia entre la cantante italiana y Bea revoloteando permanentemente sobre la casa, en las conversaciones familiares, de tal modo y manera que nuestra Rafaela quedó unida para siempre al teléfono, a las averías de la Primera cadena, a las 50.000 pesetas perdidas y a la familia Marcos. Incluso ahora, pasado un año ya desde que nos dijo adiós. 



 

(1) La etapa de apertura de la Iglesia Católica a las nuevas corrientes sociales, iniciada por Juan XXIII a finales de los años cincuenta tuvo su continuidad con Pablo VI en 1963, pero finalizó con la prematura muerte de Juan Pablo I en 1978 y sobre todo con la irrupción del Papa polaco, Juan Pablo II. 


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